¿Te perdiste?

11 de mayo de 2010

La dama de oro


Cuando la vi por primera vez, el sol bosquejaba el contorno de sus labios dorados. Era de tarde, yo iba caminando con la cabeza gacha y pensando en mis asuntos, cuando escuché la frenada de un colectivo y al levantar la frente, la encontré a ella. Con su vestido brillante de odalisca. Cleopatra de la era moderna, danzando inmóvil al ritmo del ajetreo urbano. Los cabellos sujetos con gracia, dejaban caer sobre sus hombros la pesadez de sus trenzas, pero no le cubrían el rostro. Esa cara dorada como el sol de una moneda. Imperturbable y distante, ocultaba con su sombra áurea el impiadoso sol que quería herirme en los ojos.
Pero no me acerqué a ella esa misma tarde, porque yo iba apurado, aunque es cierto que quedé absorto en su belleza egipcia por un tiempo que no pude medir. Si verla por primera vez fue un espectáculo, avecinarme a ella fue un concierto de placeres.
Recuerdo todavía, cómo la multitud de adolescentes joviales se acercaba riendo y danzando a su manera, para quedar parados de frente a ella. Y ella, intocable, única en el espacio y en el tiempo, se adueñaba de los corazones y los reparaba sin moverse. Solamente mis ojos, en contacto con su imagen, se llenaban de júbilo. Hipnotizado me fui acercando, ignorante de lo que pasaba a mi alrededor. Mi meta era la luz que se desprendía de sus trenzas.
Sin despegar mi vista de su cuerpo, avancé hacia ella hasta que llegué a la distancia en que, estirando el brazo, podría haberla alcanzado. Digo podría porque nunca lo intenté. Para mí ella estaba atorada en un pasaje de dimensión. No podía yo concebir en mi mente ese grado de hermosura en el plano de la realidad.
De repente, un sonido de dos placas metálicas chocando con desgano me hizo volver de mi trance. Ella hizo un leve movimiento y dejó de mirar la formación de nubes sobre nuestras cabezas. Su rostro apuntaba hacia el mío con precisión de águila, y su nariz respingona me señalaba inquisitoriamente. Me puse nervioso y no supe como reaccionar, simplemente me aparté de su campo de visión, pero sus ojos no me siguieron: ella no me había percibido.
Mi deleite se transformó en tormento. ¿Era posible que no me hubiera visto? ¿O acaso no podía verme? No podía ser posible. No pude creer que no me viera. Pasé de nuevo por el frente de sus ojos. Nada, ni una mueca. Ni siquiera sus pupilas siguieron mi camino. Pasé de vuelta, en sentido inverso, contorneando todo su campo de visión, a ver si respondía. Nada. No se movió ni un ápice. Comencé a circular a su alrededor. La daga de su ignorancia me hería una y otra vez.
Finalmente, tomé mi maletín con rabia y me fui, mientras escuchaba las placas metálicas chocar nuevamente. Giré prepotente y la vi, con un gesto de desesperación y pena, extendiendo su brazo hacia mí con la palma abierta hacia arriba. Me pedía que volviera. Quise contenerme indiferente, pero el sonido del frío volvió, y ella posó una rodilla sobre la baldosa gris.
Corrí a abrazarla pero, de nuevo sonó el choque, y de nuevo tomó otra pose. Con los brazos cruzados y la cara seria, me miró a los ojos, deteniendo mi marcha.
No pude soportar más el ir y venir de sentimientos, y partí.
Al día siguiente, no estaba. La lluvia azotaba con ira la baldosa donde ella se había posado ayer, para reclamar mi retorno. Pasé rápido y sin virar. No podía soportar el paisaje perturbador de no encontrarla.
Al otro día, sucedió lo peor. Cuando me dirigía a encontrarla, el sol rajaba la tierra. Pero la luz no se reflejaba en los áureos espejos de sus manos. En su lugar, no había nada más que aire. Entré en un estado de desesperación indescriptible. La mano con la que sostenía el maletín comenzó a sudar, mientras que con la otra me palpaba el pecho. Encerrado ahí, en esa caja de ignorancia, tenía un prisionero que pugnaba por salir, y correr a buscar su amor.
Giré la cabeza en todas direcciones y la encontré, al mismo tiempo que mi cabalgante corazón volvía de su locura. Estaba esperándome en la vereda de en frente, posando como siempre. Debo decir ahora, para que quede claro lo ilimitado de su preciosura, que tenía la misma gracia inmaculada tanto para posar como para cambiar de pose. En esa transición, que duraba un segundo y a veces menos, era que yo aprovechaba para captar su personalidad. El resto del tiempo, cuando se encontraba detenida, lo desperdiciaba perdiéndome a lo largo y ancho de su humanidad.
Cada vez menos gente iba a verla exclusivamente a ella. A veces yo provocaba el cambio de pose para poder admirarla, cuando ya pocos quedaban y nadie quería dilapidar su dinero.
Nunca sabré si alguna vez percibió mi presencia, si fue una alucinación mía, o un sueño del que aún no despierto.
Todas las noches siguientes fui a verla. Me sentaba con las piernas cruzadas sobre la acera, con el traje puesto, y la observaba detenidamente. Era, a esa altura del día, el único loco en la calle. Creo que le gustaba que me quedara, aunque nunca lo señaló, así lo pienso yo. Conversé monólogos increíbles con ella, le conté todo sobre mí, y adiviné todo sobre ella. Siempre, de alguna manera, me terminaba dando sueño, y no por aburrimiento de verla, sino por conocimiento de mis ajustados horarios, volvía desganado a mi casa, arrojando mil maldiciones al aire por no poder hablarle.
La última noche que la vi, la luna no estaba. Lo sé a pesar de que nunca miré al cielo, porque ese oro platinado de las noches anteriores no se veía hoy en su rostro. Se encontraba como abducida, con los ojos perdidos y la oscuridad consumiéndola. Al encenderse la farola de la esquina, un tenue halo de luz llegó hacia nosotros, surcando la niebla de la madrugada, y nos dividió en dos mundos diferentes. Me incorporé ayudándome con las manos, y me sacudí la tierra que se me había juntado en todo ese tiempo. Cuando rumbeaba para mi hogar, torné a verla. Continuaba en la misma posición. Volví para dejar mi última moneda. Cuando me agaché y la deposité en el cubo, observé a mi amada para contemplar el cambio de pose. Pero ella no se movió. Un solo gesto se produjo en su rostro. Una lágrima, la sal de los pobres, corrió por su mejilla arrastrando la pintura. Al llegar a la comisura del labio, cayó al piso. Pero lo que golpeó el piso fue un objeto sólido y pequeño, del tamaño de un bicho bolita. Me agaché a recogerlo cuando rodaba hacia la avenida, y por poco lo salvé de caer en la alcantarilla. Caminé hacia la luz para verlo mejor. Era una perla dorada. Conmocionado, me alcé para mirarla a ella, y, para mi sorpresa, ya no estaba. Un cúmulo de hojas bailaba inquieto al compás del viento, en el lugar donde la vi por última vez.

1 comentario:

Luu dijo...

Awww, es re lindo ese cuentooo! Me encantoo! :)