¿Te perdiste?

11 de junio de 2011

Pequeña parábola de la vida


La vida puede compararse muy bien con una serie finita de habitaciones, dispuestas en hilera consecutivamente, cada una visiblemente más pequeña que la anterior.

En este esquema, cada habitación posee cuatro paredes de igual longitud y altura, todas pintadas de blanco. En dos de las paredes, la habitación posee puertas enfrentadas entre sí, idénticas en todos los sentidos, que la conectan con la habitación anterior y la siguiente. Por el centro de la sala se extiende una alfombra virgen, colocada desde una puerta hasta la otra, encerrada entre sogas que, a modo de pasamanos, tienen sus extremos colgando a media altura a los costados de cada puerta. Por este corredor alfombrado es que transita el hombre.
Hay una única diferencia entre las puertas de ingreso y de salida, y es que la puerta utilizada para ingresar a la habitación no posee picaporte del lado interno: una vez en la habitación, no se puede volver atrás.

Las primeras habitaciones son tan grandes que si se las midiera, abarcarían varias cuadras. Se puede correr de puerta a puerta y toma algunos minutos hacerlo. El hombre que ingresa por primera vez elige correr a toda velocidad por la primera serie de habitaciones, pasando por alto las inscripciones que van apareciendo en las paredes laterales, y casi no notan la disminución de tamaño entre los recintos: para el nuevo, todas las habitaciones parecen iguales.
Lo que sí llega a distinguir el visitante –y todos los visitantes, sin excepción- es un olor a azufre, que en la primera habitación no es muy nítido, pero que se acrecienta a medida que avanzan en el camino.

Ya finalizado el primer cuarto del recorrido, el hombre deja de correr. El olor del azufre va en aumento, invade los pulmones dificultando la respiración, y ya se puede distinguir que es efectivamente azufre, y no amoníaco, o cualquier elemento de un hedor similar. Hay detalles en las paredes que el transeúnte querría quedarse a mirar, y personas con las que querría quedarse charlando. Las series de signos en las paredes provocan intriga sobre lo que las anteriores paredes podían decir. Pero es tarde para volver: una vez cerrada la puerta de entrada a la habitación, solamente le queda avanzar hacia la siguiente.

En las habitaciones centrales –cuyo tamaño, ya más racional, no es mucho más grande que el de una sala de estar- el hombre observa por primera vez algo que está seguro de no haber visto en las habitaciones anteriores: un reloj de pared, con bordes negros, fondo blanco y agujas simples y recortadas, cuelga sobre la puerta de entrada a la siguiente habitación. Y en la siguiente, el mismo reloj, en el mismo lugar, levemente más cerca por el perceptible empequeñecimiento de las habitaciones. Lo mismo le sucederá en todas las posteriores. Pero lo que lo saca de quicio no es el reloj en sí, sino el alterante tic-tac del segundero, y su eco en la habitación, que por momentos llega a enloquecerlo.

Por último, ya acercándose al final, las paredes laterales están tan cerca que el hombre (que ahora camina con absoluta lentitud, mirando continuamente hacia atrás) puede tocarlas extendiendo sus brazos. Así nota el precioso relieve de una guarda que recorre todas las paredes laterales, y se pregunta si ese mismo relieve habrá estado en las paredes de las habitaciones anteriores. El sonido del reloj se ha vuelto secundario para él en este tramo, y por momentos hasta parece disfrutarlo. La realidad es que simplemente lo ignora: elige deleitarse observando la nitidez de los signos estampados sobre la pared, uno tras otro.

Es en la última habitación que el hombre se da cuenta de que las habitaciones siempre tuvieron un tamaño milimétricamente calculado: en la última de las habitaciones, su cuerpo entra con exactitud entre pared y pared, y hasta se le dificulta respirar profundo. Lo curioso de esta habitación es que la puerta que da paso al siguiente estadío ya está abierta. Al verla, el hombre sabe que está abierta, y que siempre lo ha estado. Pero a pesar de estar abierta, no puede observarse lo que hay del otro lado. Una luz blanco-amarillenta muy potente proviene del lugar, y nubla la visión del hombre. Lo único que puede distinguir fácilmente es el olor del azufre, que se torna insoportable y le da dolores de cabeza aplastantes. El hedor, proveniente de la post-última escala del viaje, lo empuja para atrás, e invade sus pulmones, pero la puerta está cerrada.

Tarde o temprano –algunos más tarde que otros-, todos dan el último paso hacia el azufre. Y está bien. Es la naturaleza del hombre caminar hacia el azufre.