¿Te perdiste?

11 de junio de 2011

Pequeña parábola de la vida


La vida puede compararse muy bien con una serie finita de habitaciones, dispuestas en hilera consecutivamente, cada una visiblemente más pequeña que la anterior.

En este esquema, cada habitación posee cuatro paredes de igual longitud y altura, todas pintadas de blanco. En dos de las paredes, la habitación posee puertas enfrentadas entre sí, idénticas en todos los sentidos, que la conectan con la habitación anterior y la siguiente. Por el centro de la sala se extiende una alfombra virgen, colocada desde una puerta hasta la otra, encerrada entre sogas que, a modo de pasamanos, tienen sus extremos colgando a media altura a los costados de cada puerta. Por este corredor alfombrado es que transita el hombre.
Hay una única diferencia entre las puertas de ingreso y de salida, y es que la puerta utilizada para ingresar a la habitación no posee picaporte del lado interno: una vez en la habitación, no se puede volver atrás.

Las primeras habitaciones son tan grandes que si se las midiera, abarcarían varias cuadras. Se puede correr de puerta a puerta y toma algunos minutos hacerlo. El hombre que ingresa por primera vez elige correr a toda velocidad por la primera serie de habitaciones, pasando por alto las inscripciones que van apareciendo en las paredes laterales, y casi no notan la disminución de tamaño entre los recintos: para el nuevo, todas las habitaciones parecen iguales.
Lo que sí llega a distinguir el visitante –y todos los visitantes, sin excepción- es un olor a azufre, que en la primera habitación no es muy nítido, pero que se acrecienta a medida que avanzan en el camino.

Ya finalizado el primer cuarto del recorrido, el hombre deja de correr. El olor del azufre va en aumento, invade los pulmones dificultando la respiración, y ya se puede distinguir que es efectivamente azufre, y no amoníaco, o cualquier elemento de un hedor similar. Hay detalles en las paredes que el transeúnte querría quedarse a mirar, y personas con las que querría quedarse charlando. Las series de signos en las paredes provocan intriga sobre lo que las anteriores paredes podían decir. Pero es tarde para volver: una vez cerrada la puerta de entrada a la habitación, solamente le queda avanzar hacia la siguiente.

En las habitaciones centrales –cuyo tamaño, ya más racional, no es mucho más grande que el de una sala de estar- el hombre observa por primera vez algo que está seguro de no haber visto en las habitaciones anteriores: un reloj de pared, con bordes negros, fondo blanco y agujas simples y recortadas, cuelga sobre la puerta de entrada a la siguiente habitación. Y en la siguiente, el mismo reloj, en el mismo lugar, levemente más cerca por el perceptible empequeñecimiento de las habitaciones. Lo mismo le sucederá en todas las posteriores. Pero lo que lo saca de quicio no es el reloj en sí, sino el alterante tic-tac del segundero, y su eco en la habitación, que por momentos llega a enloquecerlo.

Por último, ya acercándose al final, las paredes laterales están tan cerca que el hombre (que ahora camina con absoluta lentitud, mirando continuamente hacia atrás) puede tocarlas extendiendo sus brazos. Así nota el precioso relieve de una guarda que recorre todas las paredes laterales, y se pregunta si ese mismo relieve habrá estado en las paredes de las habitaciones anteriores. El sonido del reloj se ha vuelto secundario para él en este tramo, y por momentos hasta parece disfrutarlo. La realidad es que simplemente lo ignora: elige deleitarse observando la nitidez de los signos estampados sobre la pared, uno tras otro.

Es en la última habitación que el hombre se da cuenta de que las habitaciones siempre tuvieron un tamaño milimétricamente calculado: en la última de las habitaciones, su cuerpo entra con exactitud entre pared y pared, y hasta se le dificulta respirar profundo. Lo curioso de esta habitación es que la puerta que da paso al siguiente estadío ya está abierta. Al verla, el hombre sabe que está abierta, y que siempre lo ha estado. Pero a pesar de estar abierta, no puede observarse lo que hay del otro lado. Una luz blanco-amarillenta muy potente proviene del lugar, y nubla la visión del hombre. Lo único que puede distinguir fácilmente es el olor del azufre, que se torna insoportable y le da dolores de cabeza aplastantes. El hedor, proveniente de la post-última escala del viaje, lo empuja para atrás, e invade sus pulmones, pero la puerta está cerrada.

Tarde o temprano –algunos más tarde que otros-, todos dan el último paso hacia el azufre. Y está bien. Es la naturaleza del hombre caminar hacia el azufre.

15 de marzo de 2011

Teresa y Juan Carlos

En el barrio hay muchas fábricas. Comienzan a trabajar desde temprano, y algunos vecinos se despiertan a primera hora con el ruido de los obreros madrugadores.
Teresa tiene cincuenta años. Juan Carlos tiene cincuenta y tres. Teresa y Juan Carlos son vecinos desde que tienen memoria, y se conocen desde mucho antes.
Todas las mañanas, Teresa sale a la vereda para sacar a su perro. Juan Carlos también sale a la vereda, manguera en mano, todas las mañanas. Teresa cree que Juan Carlos sale para regar el jardín, pero la verdad (que sólo Juan Carlos sabe) es que sale para saludar a Teresa.
-¡Buen día, Teresa! -dice Juan Carlos, con algarabía matinal.
-¡Hola, buen día, Juan Carlos! -contesta Teresa, feliz, mientras sostiene al perro del collar para que no se lance sobre Juan Carlos.
Teresa y Juan Carlos conversan dos minutos sobre temas que no les interesan. Entonces Teresa dice "Bueno, hasta luego, Juan Carlos". Juan Carlos siente un pequeño vacío en el pecho, entre el corazón y los pulmones, y responde angustiado: "Hasta mañana, Teresa".
Teresa entra a su casa, y recuerda los días de niñez en que los chicos del barrio corrían por las calles de tierra. Recuerda que Juan Carlos era un chico tímido, que no jugaba a la pelota y estaba siempre escondido detrás de la pollera de su madre. Teresa siente un orgullo impropio al ver que ese chico se convirtió en un hombre buenmozo y educado. Le suelta la correa al perro, y va a la cocina a prender el horno.
Juan Carlos ya regó la vereda, y ahora entra a la penumbra de su hogar. Recuerda su niñez, cuando su madre vivía, y las callejuelas del barrio eran de tierra. Casi siente vergüenza al recordar que una vez cortó una flor del rosal de su casa para dársela a Teresa, y sus amigos se burlaron.
Todas las tardes, los nietos de Teresa van a visitarla y a merendar con ella. Teresa es una gran cocinera, y para el momento en que llegan sus nietos, ella tiene preparadas masitas con formas de aviones, de barcos y de corazones.
Teresa está contenta, y cuando su hija llega para llevarse a los chicos, Teresa sólo desearía que se quedaran a jugar un rato más.
Pero Teresa tiene una pena: su otra hija, Raquel, se fue a otro país, y ya no le habla. Teresa daría lo que fuera por ver a su pequeña Raquel otra vez. Juan Carlos escucha llorar a Teresa a través de la pared, cuando cae el sol, y siente tanta rabia que él también llora. Juan Carlos también tiene una pena, y no se llama Raquel; se llama Teresa.
Una mañana, Juan Carlos sale "a regar", y Teresa no está sacando a su perro. En su lugar, una señora de caderas anchas y tez morena, con un delantal blanco y un sombrero a juego, le dice: "La señora Teresa está enferma y en cama. Le manda saludos". Juan Carlos, atónito, sólo atina a contestar que él también.
Teresa no duerme esa noche, porque un punzante dolor en su seno izquierdo se lo evita. Juan Carlos tampoco duerme esa noche, porque se queda pensando en el día posterior.
A la mañana siguiente, Juan Carlos sale sin la manguera, y con un chaleco de algodón color azul oscuro. Encuentra a la enfermera sacando al perro, y le pregunta cómo está Teresa:
"Mal" dice la señora. "Dicen los médicos que sólo un milagro podría recuperarla. Dios la guarde".
Juan Carlos se va caminando despacio hacia al vivero, y encarga un arreglo de flores para enviar por correo.
Durante el día consecutivo, una corona de rosas tocó la puerta de Teresa. La tarjeta decía "De: Raquel. Para: Teresa." con un fileteado muy bonito en el borde y un tulipán en la esquina de abajo. Teresa volvió a llorar, pero esta única vez, de alegría. A la tarde, sus nietos fueron a visitarla. Les leyó un cuento sin levantarse de la cama, hasta que se quedaron dormidos.
Esa noche, Teresa y Juan Carlos salieron a sacar la basura a la misma hora.
-Buenas noches, Teresa.
-Buenas noches, Juan Carlos.
-La noto feliz, ¿estoy equivocado?
-No, para nada. He tenido un día espectacular- señaló Teresa, con una sonrisa indisimulable, que le iluminaba el rostro más allá de la tenue luz de la luna.
Cuando Juan Carlos la vio sonreír así, decidió que estaba enamorado. Pero ya era demasiado tarde: a la mañana siguiente, un 4 de abril, Teresa falleció.
Juan Carlos se suicidó poco tiempo después, y aunque su partida de defunción dice "7 de abril", él sabe que la mañana del 4 de abril fue cuando se quedó sin vida. Detalles administrativos, que no hacen a la historia de un hombre que quiso amar demasiado tarde.

26 de febrero de 2011

El fugaz romance lésbico entre Artemisa y Jericó

Esta es una historia corta y simple, pero llena de sufrimiento y amor incalculable, entre Artemisa y Jericó, dos mujeres de las más bellas que la tierra que pisamos ha tenido el placer de acariciar.
Mucho se ha hablado y se continúa hablando de los romances heterosexuales de Artemisa, la diosa griega de la caza y la tierra, con distintos personajes de la mitología. Pero nadie se ha detenido en el amor lésbico –prohibido- entre ella y la hermosa Jericó, homónima a la flor de capacidad criptobiótica que puebla las estepas africanas, y la ciudad del mismo nombre.
La historia de este amor comienza en una tarde en que Artemisa se bañaba con la lluvia del verano en el bosque, junto al coro de ninfas que toda diosa griega sabe tener. La figura de Artemisa era fuerte y robusta. No había en sus hombros ni en sus piernas ninguna delicadeza más allá del tallado puramente natural del ejercicio muscular constante. Era una mujer de cuerpo fibroso, andar decidido y semblante serio, y no parecía una dama griega de aquellas que imaginamos al mencionar otros nombres más comunes (Afrodita, Atenea). Parecía más bien una loba, y bien podía serlo si hubiera querido, porque sabemos con certeza que convirtió a más de un mortal en venado. Tenía ojos agresivos y puntiagudos, que se clavaban en los ojos de sus oponentes como flechas con veneno. Sus labios siempre estaban tensamente apretados el uno contra el otro, no con rabia, sino como un gesto de resistencia indoblegable. Era una mujer con la que era conveniente no meterse, porque tenía el arrojo y la fuerza que no tenía ninguno de los hombres que habían osado desafiarla. Su seguridad de sí misma era constante, y su amor propio se parecía a una soberbia malsana, pero con todo fundamento.
Aún así, su seguridad y su dureza habrían de quebrarse aquella misma tarde, en ese mismo bosque.
En ese momento, Artemisa se encontraba tomando un baño, inmersa en la espesura, entre los arbustos y los árboles, de la mano de sus ninfas cantoras, cuando quedó obnubilada por la mujer más bella que los ojos –terrenales o divinos- han visto jamás.
Jericó, recorría los árboles y matorrales dando tumbos, saltos y volteretas acrobáticas. Vestía una túnica blanca desde el cuello hasta los tobillos, y con cada soplido de la brisa estival, la seda se adhería a su cuerpo dibujando la silueta esbelta y delicada de su abdomen, sus senos, y sus piernas. No tenía Jericó ninguna vergüenza de su cuerpo, ni hubiera debido tenerla jamás, puesto que era imposible que cualquier hombre o mujer con uso de la razón intentase compararla con otra dama. Jericó era, simplemente, la mujer más preciosa de toda la tierra. Sus pies siempre encontraban el equilibrio, aún en puntillas, posición en que los gemelos de sus piernas delicadas se bosquejaban perfectamente contra la suavidad de sus ropas. Los dobleces de su túnica acariciaban sus rodillas siempre firmes y sus muslos tiernos, y rozaban atrevidamente la entrepierna donde nadie pudo imaginarse alguna vez. Tenía las caderas nítidamente definidas, como esas mujeres que parece que pidieran a gritos ser preñadas. Poseía, también, un vientre liso y delicado, no musculoso, sino sutil, y tan suave que cuando se tendía con su barriga sobre la hierba, la tierra parecía clamar por que no se levantara nunca. Sus senos eran firmes y redondeados. No grandes, no pequeños. Simplemente concordaban a la perfección con el resto de su majestuosa figura. Sobre ellos, los hombros parecían estar siempre en reposo, pero nunca caídos. Ninguna parte de su cuerpo estaba tensa en ningún momento. Ni siquiera cuando estaba parada sobre sus manos parecía estar en desequilibrio; el nerviosismo y la presión no eran problemas de Jericó, o si lo habían sido, los había olvidado mucho tiempo atrás. Tenía una nariz muy delicada; pequeña, pero atractiva por la misma razón, y unos ojos del celeste más profundo, que seguramente provocarían envidia entre el cielo y el mar. Todas las facciones de su cara eran apenas perceptibles, pero cada una de ellas tenía, en esa diminuta descripción de su rostro, un encaje calculado. Los labios, sobre todo, eran los que llevaban la nota en la orquesta de su rostro. No tenían, en realidad, ninguna cualidad particular, pero eran tan atractivos que, al momento de verlos, provocaban besarlos furiosamente, tal vez morderlos.
En el preciso instante en que Artemisa la vio, supo con certeza que esa mujer tenía que ser suya. Ningún ser sobre la tierra escapó alguna vez de las garras de la diosa cazadora, ni hombre, ni animal. Se abalanzó por detrás sobre la atractiva Jericó, entre la lluvia que arreciaba con violencia, como un puma se echa sobre un venado cuando ya sabe de antemano que la victoria está ganada: tal vez deba correrlo durante un momento, pero pronto esa carne será suya. El viento soplaba a través de los árboles y empujaba las gotas de agua hacia la cara de Artemisa, lo que la excitaba por dos razones: porque sentía un placer casi pecaminoso al recibir el viento en la cara en momento de cacería, y porque de esa manera Jericó no podía oler su perfume, y saber que la estaba acechando tras su espalda. La corrida y el salto se desarrollaron en una fracción de segundo, y antes de que Jericó pudiera darse vuelta, Artemisa ya estaba sobre ella, y ambas tumbadas sobre el piso. Dispusieron de un instante para mirarse a los ojos. Allí comprendió Jericó que era inútil resistirse a la destreza de Artemisa, y comprendió Artemisa que era inútil resistirse a los encantos de Jericó.
Pero cuando Artemisa, que había tomado la iniciativa, estaba a punto de besar los inevitables labios de Jericó, la misma Jericó hizo un esfuerzo y le mordió dulcemente el cuello. Artemisa cayó a su lado, y Jericó aprovechó para voltearla sobre la hierba y colocarse sobre ella, sin soltarle el cuello en ningún momento. Una vez encima se quitó la túnica sin ningún esfuerzo, y luego, pecho con pecho, fue subiendo con la boca hasta su oreja, donde la lengua encontró la lluvia de la tarde. Artemisa mantenía los ojos cerrados y se veía tensa, pero no lo estaba.
Jericó hizo un movimiento con presteza, y le besó un ojo. Artemisa aprovechó la pequeña libertad concedida e invirtió los papeles, tumbando a Jericó sobre la hierba a sus espaldas. Jericó no pudo evitar reírse, y Artemisa se sintió tan atraída que la mordió con ira en los labios, en un beso desgarrador. La lluvia borraba constantemente sus huellas en el barro, y cuanto más avanzaba la tempestad, más alegre y viva se sentía Jericó. Artemisa bajó con sus labios fuertes y seguros a través del valle entre los pechos de Jericó, y se detuvo en la llanura de su vientre para contemplarlo con detenimiento, mientras la besaba frecuentemente.
Jericó rió nuevamente, y el movimiento de su barriga le dio cosquillas en los labios a Artemisa, que levantó la cabeza para sonreírle con una sonrisa de osadía.
Artemisa continuó bajando, pero un rayo de sol se coló entre las hojas de los árboles, y si bien llovía, Jericó se sintió molesta. Entonces tomó la cabeza de Artemisa con las manos, y dirigió sus ojos a los de ella. En ese momento ambas se dieron cuenta de que la profundidad de los ojos de Jericó capturaba y desvanecía ese efecto de flecha envenenada que tenían los ojos de Artemisa, y ambas se sintieron alegres. Entonces Jericó rompió el silencio:
-¿Sabes que cuando escampe el temporal volveré a ser un vestigio de lo que ahora observas, verdad?
-No hay nada –dijo Artemisa- que yo no sepa.
-¿Por qué no nos detenemos ahora? No quiero herirte, ya lo he hecho antes con otros. El amor no es para mí.
-¿Quién habló de amor? El amor no es para nadie. Tampoco para los mortales como tú.
-Soy algo más que una simple mortal. Deberías comprenderlo de antemano. Sólo danzo con la lluvia, pero danzaría eternamente si diluviase sin interrupción. Por lo pronto, sólo vivo debajo de nubes grises.
-Por ti, abriría el cielo en dos, apagaría el sol con un cántaro, y llenaría el cielo de nubes imperecederas.
-Eso no es lo que yo quiero.
-Lo sé. Si fuera así, ya lo habría hecho. Me desespera.
-Aprovechemos este tiempo precioso. No imagino una mejor despedida.
El sol volvió a descender entre los árboles, y mientras Artemisa seguía bajando, a lo lejos, en el llano, un arco iris se traslucía entre el rocío. El atardecer incendiaba el horizonte, que era una franja donde las nubes grises y el campo verde se difuminaban como en un óleo perfecto. Cayó la noche.
Jericó, con su túnica mojada, estaba sentada en el pasto, inclinada hacia atrás, y apoyada sobre las suaves palmas de sus manos, recibiendo con alegría la llovizna en la cara, el cuello y el pecho.
Artemisa volvía del bosque sacudiéndose el cabello apenas húmedo, envuelta en sus ropas grises, cual una esfinge de su propia figura. Ambas se miraron al mismo tiempo, y una nostalgia instantánea invadió sus gargantas en forma de nudo.
-Ya tengo que irme –sentenció Jericó-, no deberías verme fuera de la lluvia.
-Quédate –le suplicó Artemisa-. Cuidaré de ti hasta que vuelva a llover como hoy. Pronto volverá la tormenta. Por esta época siempre vuelven.
-No quiero molestarte –se excusó Jericó, pero su voz se escuchaba débil y disipada.
Artemisa se paró frente a ella, y con un pequeño empujón en la frente la volcó contra el suelo. Jericó intentó incorporarse, pero era inútil. Sus brazos temblaban con cada pequeño esfuerzo, y el sol le pegaba de lleno en la cara. Su vestido se encontraba levemente mojado, y el rocío se había detenido definitivamente. Se oía trinar a los pájaros y croar a las ranas. Jericó pensó que todo eso era muy hermoso, y prefirió ponerse de costado para oír el sonido de la Tierra. Sentía mucho frío, así que dobló las rodillas hasta el pecho, y se colocó la túnica sobre las piernas, agolpando todo su pequeño cuerpo entre la seda. Allí palideció, y se quedó profundamente dormida. Su túnica se tornó en un marrón oscuro, al igual que sus cabellos, que empezaron a resquebrajarse, y terminaron por parecer pajas secas de alguna mata viajera.
Artemisa echó a andar por el bosque, y entró en un estado de congoja al que nunca había pertenecido anteriormente. Sentía una aflicción por su amada que iba más allá del encuentro sexual de la tarde anterior. Era como una necesidad casi fisiológica de sentir nuevamente su piel. Tal vez no su piel. Con escuchar el susurro de su dulce voz entre las ramas le alcanzaba para estar tranquila. Pero no lo estaba. Andaba como nerviosa por la arboleda, chocando con las cosas y mordiéndose las uñas. El sol de estío había secado completamente la hierba, y la pradera se presentaba frente a los ojos de Artemisa en una gama de amarillos y marrones irreconciliables con el verde donde yacía Jericó.
Comenzó a caminar, entonces, bajo el sol fulminante. No sentía en su cuerpo nada más que la impotencia de tener que dar por terminado algo que nunca comenzó, y probablemente esto era lo que más la irritaba.
Recorrió un largo camino, hasta la punta de Grecia donde la brisa del Mar Egeo sopla con cariño sobre los rostros de las divinidades. Se paró en la orilla, a esperar que la marea tocase delicadamente la punta de sus pies, y en ese mismo instante, apareció caminando desde lo profundo del mar el majestuoso Poseidón, rey de los océanos, rodeado de un coro de ninfas cantoras, entre las que destacaba la bella y atrevida Híades.
-¿Qué te trae hasta esta costa, Artemisa? Es realmente una sorpresa tenerte por acá –dijo Poseidón, con un característico tono sobrador.
-Vengo buscando un favor, y puedo dar uno a cambio –la voz de Artemisa vibraba con cada exhalación, y hablaba apurada, como hablan los enamorados que atropellan las palabras por no poder pensar correctamente.
-No creo que tengas nada que yo necesite, pero puedo ayudarte con tu favor y quedarme con la deuda.
-Como lo desees. Mi pedido es simple: necesito lluvia.
-Tu pedido es simple, y también abarcativo. ¿A qué se debe esta necesidad tan urgente?
-Es personal –dijo Artemisa, que no estaba acostumbrada a negociar por las cosas, pero conocía las desventajas de enfrentarse a Poseidón-. El pedido es simple. Quiero que llueva, ahora.
-Artemisa, creo conocer el objeto de tu nerviosismo, lo noto en tu voz. Si es por amor que lo haces, no hay razón para que yo acepte tu trato. El error es tuyo por haberte enamorado erróneamente de un ser que no te corresponde.
En ese momento, Artemisa se sentía tan al desnudo que cayó de rodillas en la arena y comenzó a llorar, con la cabeza gacha, mientras las olas besaban sus pantorrillas. Poseidón se despidió sin saludarla, y volvió a las profundidades del océano, pero Híades, la ninfa, observó sola a Artemisa, que sollozaba como un cachorro, y pensó que tal vez podía sacar ventaja de la situación.
-Necesito que guardes un secreto –susurró Híades, con la mente ocupada en alimentar el delirio de amor que aquejaba a Artemisa-. Yo soy la que dirige las lluvias. Solamente acato las órdenes de Poseidón, pero puedo salirme del libreto si me prometes…
Híades tomó la mano de Artemisa, y cuando ésta levantó la cabeza, le colocó los labios sutilmente sobre los suyos. Artemisa se echó para atrás y quedó sentada sobre la arena, atónita.
-Es el único requisito. Haré llover un día entero, sin interrupciones. Déjame tenerte esta noche en lo profundo del mar, sólo para mí. Estaremos a mano, sé que estás enamorada, y lo que te pido es menos de lo que debería si quisiera extorsionarte.
Artemisa, casi sin pronunciar palabra, pero con el rostro de quien acepta tristemente su derrota, cedió a las peticiones de Híades. Esa noche, Híades se encerró, junto con Artemisa, en un castillo de coral. Híades se dedicó a perder el tiempo en amores falsificados por esperanzas superficiales, sembradas en palabras, gestos y caricias que nunca se repetirían. Artemisa se dispuso a pensar en Jericó para pasar el rato sin náuseas, pero la imagen de Híades se le cruzaba continuamente. Al final de la jornada, cuando el sol quebraba en halos la superficie del mar para retornar a la vida el planeta, Híades se incorporó, y movió las nubes entre risas. Como por arte de magia, el cielo se puso del gris más oscuro. Era tan gris el cielo, que el mar se halló nuevamente a oscuras, como si nunca hubiera salido del nocturno letargo. No se adivinaba el sol entre las nubes, y la lluvia ya comenzaba a descender con sutileza.
-Ve –le ordenó Híades a Artemisa, mientras volvía a tenderse bajo el mar.
La diosa se incorporó y volvió corriendo al bosque, donde Jericó estaba juntando flores, y esparciendo melodías sobre las copas de los árboles con su dulce voz.
Ya era de tarde. La lluvia descargaba toda su humedad. Sabía ella que por la mañana del día siguiente volvería la sequía, y por primera vez la invadió el saber con el que lidian todos los mortales: el conocimiento irrefutable del fin, tan próximo como inevitable. Al verla llegar, Jericó sonrió con toda su ternura. Artemisa se volcó en el piso, y se largó a llorar. Jericó, soprendida, se sentó junto a ella, la tomó en brazos y le apartó los cabellos mojados de la cara, sin dejar nunca de sonreír:
-No llores.
-No lloro porque me place. No puedo evitarlo.
Jericó dirigió sus ojos contra los de Artemisa. Se besaron profundamente.
-Jericó –dijo Artemisa entre sollozos, y mientras recobraba la compostura, añadió-. Jericó, hoy descubrí lo que es la vida para los mortales. He vivido siempre en este estado de inexistencia, donde creía que vivir eternamente era la única manera de vivir. Entonces te encontré, y pensé que te tendría para siempre. Pero ya sé que hay un fin para esto, y pese a que es tan cercano, y puedo verlo nítidamente, no puedo imaginarlo. No puedo formular en mi mente la idea de que esta noche es la última noche en que podré besarte. Cuando venía en el camino me di cuenta de todo esto, y ahora sé con certeza que la inmortalidad no vale nada para mí. No quiero esta vida eterna de padecimiento si va a estar vacía de tus roces. Ahora que sé lo que es realmente vivir, no quiero las sobras de lo que alguna vez fue hermoso.
-¿A qué pretendes llegar?
-Quítame este peso de encima, Jericó, te lo pido como un favor, que sé que me concederás si me amas como te amo. Toma la mitad de mi vida divina. Serás semidiosa, y yo también. Así podré morir, aunque sea por unos momentos. Aunque sepa que más tarde volveré a la misma existencia, escasa de ti, al menos podré dormir.
-Me pides que renuncie a la posibilidad de acabar con esta horrible historia que es mi vida.
-Mi vida, Jericó. No sabes lo que es mi vida. Tú al menos puedes morir, cuando no llueve. Yo no. Continuaré viviendo eternamente, y cada vez serás más un recuerdo y menos una imagen en el terreno de mis memorias. Finalmente, un día, cuando quiera verte, ya no estarás. Habrás desaparecido de mi mente para siempre. Por favor, te lo suplico, no dejes que eso suceda. No dejes que olvide lo único que valió la pena para mí.
La lluvia golpeaba con ira sus rostros empapados de lágrimas, y muy por sobre sus cabezas, en el cielo se desataba una tempestad irrefrenable. La noche aceleraba su paso a tranco largo, y en unas pocas horas el día volvería a clarear.
-No hay nada que quiera más que liberarte de tus penas –accedió Jericó-. Dime lo que sea que tenga que hacer por ti, y lo haré.
Artemisa tomó entre sus manos la cara de Jericó. Parecía tallada por la misma lluvia que ahora recorría nuevamente sus rostros. La besó apasionadamente. Fue un beso con amor incondicional, con un odio irascible; con alegría profunda, y con una tristeza desesperante. En él estaban la risa y el llanto, el sol y la luna, los sueños y las pesadillas. Era un beso que comprimía todos los sentimientos de la vida. En fin, era un beso que contenía la vida misma.
Cuando separaron sus labios, el sol comenzaba a salir del mar Egeo, y a arrastrarse entre los yuyos. Acariciaba las nubes grises, que se iban desplazando en el mismo sentido, como escapando de su calor. Continuó subiendo, empujando las nubes, que aterradas huían de sus rayos. La lluvia se iba desplazando, y con ella, se iban los últimos hálitos de vida en el semblante de Jericó.
-¿Qué piensas hacer ahora? –le dijo Artemisa, aunque realmente no le importaba el futuro.
-Creo que iré a volar un rato. Bailaré bajo la lluvia, y cuando me canse, esperaré a que la lluvia pare. Entonces dormiré un rato. ¿Tú que piensas hacer?
-Supongo que iré al mar. Me gusta el mar. Ver tanta agua junta me recuerda de ti.
Ambas sonrieron.
El sol empezaba a calentar el suelo, y los pájaros volvían a cantar. El paisaje era hermoso. Parecía como si la luz solar se encontrase atrapada entre el horizonte y las nubes, pero al mismo tiempo tenía la posibilidad de escapar en cualquier momento.
Jericó se encontraba mirando el horizonte, mientras se secaba el pelo, con los ojos entrecerrados y una sonrisa en sus labios.
-Es hermoso.
Artemisa tornó para ver el paisaje:
-Sí que lo es.
Cuando giró nuevamente para verla, Jericó ya no estaba. En su lugar, una pequeña mata de paja comenzaba a rodar y saltar, llevada por el viento, tras de las nubes, persiguiendo la lluvia.
Artemisa se paró, limpió su vestido, y caminó hacia el Egeo. Una vez que llegó a la costa, la noche había alcanzado el cielo, y se veía tan clara que hasta las estrellas se daban el lujo de reflejar su luz en el agua. Al alcanzar la orilla, continuó caminando, pero a un paso mucho más sereno, como caminan quienes solamente lo hacen por el placer de moverse, de avanzar. La bruma nocturna comenzó a besarle los talones, más tarde las rodillas, subiendo por sus muslos tersos, llegando a las caderas firmes, y allí se detuvo. Artemisa se zambulló en el agua sin preámbulos, y nunca más salió.
En el fondo del mar, ahora mismo, unos pequeños animales blancos de diminuto tamaño transcurren un proceso llamado criptobiosis. Sus huevos, resistentes contra toda adversidad, son capaces de suspender su vida si se encuentran en condiciones insuficientes para afrontarla. Pueden permanecer en ese estado durante largos períodos, y solamente retornan a la vida cuando están seguros de poder sobrevivir. Son conocidas como Artemias Salinas, debido a su concentración en las aguas saladas.

Del mismo modo, hay una planta que recorre las estepas palestinas y egipcias. Se sabe allí que las precipitaciones son nulas en ciertas épocas del año, y que el agua escasea. Esta flor se las ha arreglado para contraer sus ramas en el momento en que no encuentra agua, y da el aspecto de ser una pequeña bola de pasto seco. Pero cuando llueve, o encuentra un río en el cual depositarse, todas sus ramillas se abren y toman un color verde opaco, la planta adquiere el doble o triple de su tamaño, y muestra unas delicadas flores blancas dispersas entre sus pequeñas hojas alargadas. Esta flor milagrosa, que tiene la capacidad de “resucitar”, fue objeto de muchas leyendas, e inclusive en la Biblia se la nombra como una planta bendecida por Jesús. Hay quienes creen que esta misteriosa hierba nunca muere, pues solamente encuentra el descanso contrayendo sus hojas, y nadie puede saber con certeza cuándo lo ha hecho por última vez. Su nombre es Rosa de Jericó, y es la única de su especie.
Rosa de Jericó posada sobre una roca

10 de enero de 2011

Leucosea, la sirena

En el centro del Mediterráneo
reside una voz que no se puede ver,
a cada hora, perfora el cráneo
y es de saber, para todo mercader,
que es vano ignorarla
y esquivarla lo más sano.

Se convierte en menester evadirla
si se quisiere mantener la vida.
Se siente uno imprudente al oírla,
en los arrecifes se busca la salida.
Y así, el arrecife está repleto (del amor)
de naves que (jamás) se vieron con el silencio.

De su belleza no hay un concepto
con que se pueda abarcarla entera
de no tenerla se arrepiente el inepto
y su silueta es lo que más quisiera.
Enloquece, él, por alcanzarla,
y la angustia lo degenera.

Cuando no se escucha una exhalación
el silencio se convierte en su arma
más letal que una canción, que la atracción
la nada se convierte en su adarga.
Por cada segundo en que no se pronuncia
(una palabra), cala más hondo el suspenso.

Pero lo que mata a cualquier navegante
es la ceguera que su voz genera,
y verle se hace tan interesante
que uno se olvida de quién era.
No lloran los caballeros por Dulcinea.
Atados a un mástil, lloramos por Leucosea.

8 de enero de 2011

Cereza-Marte

Existir es soñarte, y besar son tus manos.
Extrañar es sacarle lágrimas a la almohada por las noches.

Querer es mirar a las estrellas y pedirles noticias de tus ojos.
Echar en falta es abrazarse el pecho, para que no se abrase el corazón.

Desear es mirarse abatido los brazos vacíos.
Implorar es pensar entre suspiros.

Vivir, sin tu amor, es solamente respirar.
Y respirar, mi amor, no puede llamarse "vida".