¿Te perdiste?

13 de mayo de 2012

El Tábano

Huelo un especimen a lo lejos. Sobrevuelo el campo zumbando para atravesar su tersa piel. Aterrizo con violencia sobre sus dulces venas. Me relamo: el animal es negro, precioso. A la luz del sol, brilla su pelaje; bajo este, siento el correr de su sangre. La deseo. Penetro con fuerza su cuero y chilla de dolor. Trago, trago, trago, y en el último segundo, cuando se acerca el coletazo, despego. Zumbando me voy a lo alto y en dos segundos está rebuznando de dolor, pero no lo oigo, porque vuelo muy rápido y me voy.
Voy a buscar otro especimen. Esta vez, un desafío. Va bajando por el monte. Es gris, y está solo. Vuelo a toda velocidad y estoy ahí, lo alcanzo. Me paro sobre su lomo y me nota. Pero no me importa. Lo miro y espero su reacción. Comienza a sacudirse desesperado y prepara su cola. Antes de que me golpee, ya lo mordí, y estoy volando. Vuelo lejos y aunque se queja, no lo escucho. No me importa, ya estoy lleno. Ahora quiero algo más.
"La Estancia", alcanzo a ver de lejos. Hombres. Sangre de hombres. Me acerco sigilosamente y pósome al borde de un balde, lleno con agua. Algunos animales pastan a lo lejos. Otros lidian con el calor atragantándose en el abrevadero. Me encanta el calor. Pero ahora estoy lleno, y quiero mi postre: estoy buscando un hombre. De esos con chaleco, que se creen impenetrables. De esos con tiradores, que se ven tan seguros. Me encanta su odio. Quiero ver esas crines sacudiéndose de rabia; brazos dando ciegos palmetazos; piernas pataleando de dolor. Los mordí, y ya me fui. No me ven. Zumbo secretos en sus oídos y me buscan para matarme. Zumbo como las balas, pero yo soy mejor. Soy mejor porque no me quedo. Ahora estoy, y ahora no. Zumbo rápido y me voy. Vuelvo rápido y me voy. Pico y me voy. Mi rastro es ese ardor que molesta más con el sol.
La madera chirriando me señala el paso de un hombre. Se baja de un caballo, abre la tranquera, y pisando la hierba con sus botas se aproxima a su morada. Lo detesto. Ahí va, pisando la hierba; y mientras la pisa, la mira; y mientras la mira, la nombra:

A todo pongo nombre.
A todo, hasta a la hierba.
Aquélla se llama yerba.
¿Y yo? Yo soy hombre.


Todo tiene dueño.
Todo, hasta la hierba.
Esta es mi hierba.
Y aquél, mi caballo.

A todo guardo odio.
A todo, hasta a la hierba.
De ella tomo todo.
Y le doy solamente ...

Soy hombre.


Los odio. Odio sus nombres. Odio sus señas. Odio sus números. Odio sus telas. Odio que hablen, solos y en parejas. Odio sus cómplices silencios, y sus zumbidos que son rezos. Odio sus especímenes de negro, zumbando idioteces. Odio sus placeres. Y siempre tengo sed de su dolor. Me encanta su incomodidad. Me encanta su frustración. Me encanta que se sacudan y se desesperen. Me encanta que se choquen entre ellos cuando corren, desesperados por encontrarse con aquellos que los odian. Robándose entre ellos lo de nadie, van a tientas chocando con el aire. Me encanta que se choquen.
Atravieso entonces el pastizal, para detenerme en su cuello. Me acerco a su oído y no me siente, porque él es siempre tonto e impotente. Sigue pisando la hierba: todavía no. Camina ahora sobre la piedra: todavía no. Ya está crujiendo por sus botas la madera: todavía no. Va a esconderse en su fortaleza: ahora sí. Muerdo rápido y me fui. Se golpea el cuello con saña y torna furioso a verme, pero yo ya me fui. Desde lo alto, no lo veo, pero lo escucho. Está furioso. Y me encanta.