¿Te perdiste?

6 de junio de 2010

Situaciones

La noche de la ciudad es una penumbra. Una mezcla sulfúrica de amarillos y colorados, que se destiñen en la neblina, y se escurren entre las ramas otoñales de los árboles. A la tenue luz de los faroles de mercurio, los motores respiran agitados, y se escucha el crujir de las bolsas de pegamento, azotadas por el viento contra el asfalto escarchado. La madrugada del arrabal es un concierto en silencio.
En la esquina más iluminada de la plaza, dos miradas se cruzan. La maestra, que vuelve de noche para su casa, después de un agotador día de trabajo. En la mano lleva una bolsa con una remera para su hijo: el único regalo para el niño que, en el día de su cumpleaños, no ve a la madre desde el amanecer. La profesora, de paso cansino, no sabe que los ojos que la ven están conectados a una mente atormentada. A don Fulgencio, dueño de esa mirada, hoy le diagnosticaron una enfermedad incurable y muy peligrosa, casi tan peligrosa como su obra social, que no le cubre los medicamentos para hacerle frente al miedo.
En una mesa de la plaza, Cristian y Laura se volvieron a ver, después de una semana sin encontrarse. Cristian lleva en la mano un ramo de flores: va a pedirle perdón por ser un inconsciente, y a rogarle que lo perdone. Laura lleva una caja con las cosas de Cristian. Va a decirle que es un inconsciente, y que no le pida remedios para problemas incurables.
Atrás de un Taunus sin dueño, con la espalda apoyada contra el parachoques, Jorgito no sabe si mañana va a ver el sol nuevamente, y está fumándose lo único que le queda: la esperanza.
En la parada del colectivo, Mario también fuma: el último Marlboro del mes, mientras espera el último rápido a su casa, en el último día de la semana. Filosofando, apoyado contra el poste, se siente el último orejón en el tarro de la sociedad, pero no sabe expresarlo con otras palabras que no sean: "La pucha, este bondi de mierda que no viene más".
Gerardo, abrumado por el peso del boletín de conducta en la mochila, camina arrastrando los pies por el medio de la calle. Hoy lo expulsaron del colegio por defender a una compañera de unos irrespetuosos. No lo preocupa tanto el castigo impuesto como la reacción de su madre. En realidad, ahora va a tener más tiempo para trabajar, así que debería tomarlo con cierta jovialidad.
Sobre la vereda y unos metros más atrás, pero caminando en el mismo sentido, Nina escucha "Let there be love" en su mp3, y camina ralentizando sus propios pasos al son de la música, que la lleva flotando por la vereda empedrada.
En una calle paralela, Adi pedalea tranquilo en su bicicleta. De camino a su casa, se cruzó con Mónica, y la luna los atrapó charlando. Ahora que va pensando en lo que quiere, se acuerda de una canción, que cuando era chico, le gustaba tocar en la guitarra de su viejo. Va cantando, y completa las lagunas con un tarareo. Una parte, en particular, es la que no recuerda y, mientras va repasando la letra con los labios, la lengua se le hace pasta de niebla. La brisa otoñal le acaricia el rostro descubierto. Hace mucho tiempo que no se sentía tan alegre, y tan indiferente a todo.
Repentinamente, cuando está llegando al estribillo, es interrumpido por dos máquinas bestiales, envueltas en un frenesí de velocidad, que centellean con luces blancas y violetas. Un halo de violencia las rodea. Es atropellado sin pudor, e inclusive con indiferencia. Los zumbidos de los motores continúan alejándose, hasta perderse en el horizonte.
Ahora, en el piso, Adi recuerda la letra: "Estoy contento de verdad", dice estirando la última vocal, y estirando los pulmones. Rugen los animales metálicos: No hay lugar para la alegría inocente en la oscuridad de este siglo.